viernes, 11 de agosto de 2023

Del sentimiento de no estar del todo - Julio Cortázar (Fragmento de la relectura)

…El hombre de nuestro tiempo cree fácilmente que su información filosófica e histórica lo salva del realismo ingenuo. En conferencias universitarias y en charlas de café llega a admitir que la realidad no es lo que parece, y está siempre dispuesto a reconocer que sus sentidos lo engañan y que su inteligencia le fabrica una visión tolerable pero incompleta del mundo. Cada vez que piensa metafísicamente se siente "más triste y más sabio", pero su admisión es momentánea y excepcional mientras que el continuo de la vida lo instala de lleno en la apariencia, la concreta en torno de él, la viste de definiciones, funciones y valores. Ese hombre es un ingenuo realista más que un realista ingenuo. Basta observar su comportamiento frente a lo excepcional, lo insólito; o lo reduce a fenómeno estético o poético ("era algo realmente surrealista, te juro") o renuncia en seguida a indagar en la entrevisión que han podido darle un sueño, un acto fallido, una asociación verbal o causal fuera de lo común, una coincidencia turbadora, cualquiera de las instantáneas fracturas del continuo. Si se lo interroga, dirá que no cree del todo en la realidad cotidiana y que sólo la acepta pragmáticamente. Pero vaya si cree, es en lo único que cree. Su sentido de la vida se parece al mecanismo de su mirada. A veces tiene una efímera conciencia de que cada tantos segundos los párpados interrumpen la visión que su conciencia ha decidido entender como permanente y continua; pero casi de inmediato el pestañeo vuelve a ser inconsciente, el libro o la manzana se fijan en su obstinada apariencia. Hay como un acuerdo de caballeros entre la circunstancia y los circunstanciados: tú no me sacas de mis costumbres, y yo no te ando escarbando con un palito. Pero ahora pasa que el hombre-niño no es un caballero sino un cronopio que no entiende bien el sistema de líneas de fuga gracias a las cuales se crea una perspectiva satisfactoria de esa circunstancia, o bien, como sucede en los collages mal resueltos, se siente en una escala diferente con respecto a la de la circunstancia, una hormiga que no cabe en un palacio o un número cuatro en el que no caben más que tres o cinco unidades. A mí esto me ocurre palpablemente, a veces soy más grande que el caballo que monto, y otros días me caigo en uno de mis zapatos y me doy un golpe terrible, sin contar el trabajo para salir, las escalas fabricadas nudo a nudo con los cordones y el terrible descubrimiento, ya en el borde, de que alguien ha guardado el zapato en un ropero y que estoy peor que Edmundo Dantés en el castillo de If porque ni siquiera hay un abate a tiro en los roperos de mi casa.
   Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por ese paralaje verdadero, por estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente en un día más de vida sin conflictos. Desde muy pequeño asumí con los dientes apretados esa condición que me dividía de mis amigos y a la vez los atraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo en el ventilador. No estaba privado de felicidad; la única condición era coincidir de a ratos (el camarada, el tío excéntrico, la vieja loca) con otro que tampoco calzara de lleno en su matrícula, y desde luego que no era fácil; pero pronto descubrí los gatos, en los que podía imaginar mi propia condición, y los libros donde la encontraba de lleno. En esos años hubiera podido decirme los versos quizá apócrifos de Poe:

From childhood's hour I have not been
As others were; I have not seen
As others saw; I could not bring
My passions from a common spring
 
Pero lo que para el virginiano era un estigma (luciferino, pero por ello mismo monstruoso) que lo aislaba y condenaba,
 
And all I loved, I loved alone

no me divorció de aquellos cuyo redondo universo sólo tangencialmente compartía. Hipócrita sutil, aptitud para todos los mimetismos, ternura que rebasaba los límites y me los disimulaba; las sorpresas y las aflicciones de la primera edad se teñían de ironía amable. Me acuerdo: a los once años presté a un camarada El secreto de Wilhelm Storitz, donde Julio Verne me proponía como siempre un comienzo natural y entrañable con una realidad nada desemejante a la cotidiana. Mi amigo me devolvió el libro: "No lo terminé, es demasiado fantástico." Jamás renunciaré a la sorpresa escandalizada de ese minuto. ¿Fantástica, la invisibilidad de un hombre? Entonces, ¿sólo en el fútbol, en el café con leche, en las primeras coincidencias sexuales podíamos encontrarnos?
(…)
Me sumo a los pocos críticos que han querido ver en Rayuela la denuncia imperfecta y desesperada del establishment de las letras, a la vez espejo y pantalla del otro establishment que está haciendo de Adán cibernética y minuciosamente, lo que delata su nombre apenas se lo lee al revés: nada.
Julio Cortázar