sábado, 20 de septiembre de 2014

Fragmento de El arco iris de D. H. Lawrence

Significó la entrada en otro círculo de existencia, fue el bautismo para una nueva vida, fue la confirmación total. Sus pies hollaron un terreno de conocimientos desconocidos, sus pasos fueron iluminados por el descubrimiento. Caminaban alegres y olvidadizos. Todo estaba perdido, y todo había sido encontrado. Descubrieron un mundo nuevo; ahora sólo faltaba explorarlo.
Habían cruzado el umbral de un espacio ulterior, donde el movimiento era tan grande que contenía vínculos y represiones y trabajos y, sin embargo, era la libertad absoluta. Ella era el umbral para él, y él para ella. Al fin habían abierto las puertas, cada uno de ellos para el otro, y hecho una pausa en el umbral para quedarse frente a frente, mientras un chorro de luz iluminaba sus dos rostros; era la transfiguración, la glorificación, la admisión.
Y la luz de la transfiguración continuó ardiendo en sus corazones para siempre. Él seguía su camino, como antes, y ella seguía el suyo: ante los ojos del mundo no hubo cambio aparente. Pero para cada uno de ellos estaba el perpetuo milagro de la transfiguración.
Él no la conocía mejor, ni con más precisión, ahora que la conocía completamente.
(…)
Los días continuaban como antes, Brangwen acudía a su trabajo, su esposa amamantaba al niño y cuidaba en cierta medida de la granja. No pensaban el uno en el otro, ¿por qué habían de hacerlo? Pero cuando ella le tocaba, él la conocía instantáneamente, y la tenía cerca, muy cerca, y sabía que ella era el umbral de todas las cosas, que estaba más allá, y que él viajaba con ella a través del más allá. ¿Hacia dónde? ¿Acaso importaba? Respondía siempre.