madre de mis criaturas diurnas. Mi solo psicoanálisis
posible
debería cumplirse en la oscuridad,
entre las dos y las
cuatro de la madrugada
hora impensable para los especialistas.
Pero yo sí, yo puedo hacerlo a mediodía
y exorcizar a
pleno sol los íncubos,
de la única manera eficaz: diciéndolos.
Curioso que para decir los íncubos
haya tenido que acallarlos a la hora
en que vienen al teatro del
insomnio.
Otras leyes rigen la inmensa casa de aire negro,
las
fiestas de larvas y empusas,
los cómplices de una memoria acorralada
por la luz y los reclamos del día
y que sólo
vuelca sus terciopelos manchados de moho
en el escenario de la duermevela.
Pasivo, espectador atado a su butaca de sábanas y almohadas,
incapaz de toda voluntad de rechazo
o de asimilación,
de palabra fijadora.
Pero después será el
día, cámara clara.
Después podremos revelar y fijar.
No ya lo mismo, pero la fotografía de la escritura
es como la fotografía de las cosas:
siempre algo diferente para así,
a veces, ser lo mismo.
Presencia, ocurrencia de mi mándala en las altas noches
desnudas, las noches desolladas, allí donde otras veces
conté corderitos o recorrí escaleras de cifras,
de múltiplos y décadas y palíndromas y acrósticos,
huésped involuntario
de las noches que se niegan a estar solas.
Manos de
inevitable rumbo me han hecho entrar en torbellinos de tiempo,
de caras, en el baile de muertos y vivos confundiéndose
en
una misma fiebre fría mientras lacayos invisibles
dan paso a nuevas máscaras y guardan las puertas contra el sueño,
contra el único enemigo eficaz de la noche triunfante.
Luché, claro, nadie se entrega así sin apelar a las armas del olvido,
a estúpidos corderos saltando una valla,
a números de cuatro cifras que disminuirán de siete en
siete
hasta llegar a cero o recomenzarán si la cuenta no es
justa.
Quizá vencí alguna vez o la noche fue magnánima;
casi siempre tuve que abrir los ojos a la ceniza de un
amanecer,
buscar una bata fría y ver llegar la fatiga anterior a
todo esfuerzo,
el sabor a pizarra de un día interminable.
No
sé vivir sin cansancio, sin dormir;
no sé por qué la noche
odia mi sueño y lo combate,
murciélagos afrontados sobre mi cuerpo desnudo.
He inventado cientos de recursos
mnemotécnicos,
las farmacias me conocen demasiado y también el Chivas Regal.
Tal vez no merecía mi mándala, tal vez
por eso tardó en llegar.
No lo busqué jamás, cómo bus-car
otro vacío en el vacío;
no fue parte de mis lúgubres juegos de defensa,
vino como vienen los pájaros a una ventana,
una noche estuvo ahí y hubo una pausa irónica,
un decirme que entre dos figuras de exhumación o nostalgia se interponía
una amable construcción geométrica, otro recuerdo por una vez inofensivo,
diagrama regresando de viejas lecturas místicas,
de grimorios medievales, de un tantrismo de aficionado,
de alguna alfombra iniciática vista en los mercados de Jaipur o de Benarés.
Cuántas veces rostros limados por el tiempo
o habitaciones de una breve
felicidad de infancia
se habían dado por un instante,
reconstruidos
en el escenario fosforescente de los ojos cerrados,
para
ceder paso a cualquier construcción geométrica nacida
de esas luces inciertas que giran su verde o su púrpura
antes de ceder paso a una nueva invención de esa nada
siempre más tangible que la vaga penumbra en la ventana.
No lo
rechacé como rechazaba tantas caras,
tantos cuerpos que me devolvían a la rememoración o a la culpa,
a veces a la
dicha todavía más penosa en su imposibilidad.
Le dejé estar, en
la caja morada de mis ojos cerrados lo vi muy cerca,
inmóvil en su forma definida,
no lo reconocí como reconocía
tantas formas del recuerdo,
tantos recuerdos de formas,
no hice nada por alejarlo con un brusco aletazo de los párpados,
un giro en la cama buscando una región más fresca de la almohada.
Lo dejé estar aunque hubiera podido destruirlo,
lo miré como ni miraba las otras criaturas de la noche,
le
di acaso una sustancia primera,
una urdimbre diferente o
creí darle lo que ya tenía;
algo indecible lo tendió ante mí
como una fábrica diferente,
un hijo de mi enemiga y a la vez
mío, un telón musgoso
entre las fiestas sepulcrales y su recurrente testigo.
Desde esa noche mi mándala acude a mi llamado
apenas se encienden las primeras luces de la farándula,
y aunque el sueño no venga con él
y su presencia dure un tiempo que
no sabría medir,
detrás queda la noche desnuda y rabiosa
mordiendo en esa tela invulnerable, luchando por rasgarla
y poner de este lado los primeros visitantes, los
previsibles
y por eso más horribles secuencias de la dicha muerta,
de
un árbol en flor en el atardecer de un verano argentino,
de
la sonrisa de una mujer que vive una vida
ya para siempre vedada a mi ternura,
de un muerto que jugó conmigo
sus últimos juegos de cartas sobre una sábana de hospital.
Mi mándala es eso, un simplísimo mándala que nace
acaso
de una combinación imaginaria de elementos,
tiene la
forma ovalada del recinto de mis ojos cerrados,
lo cubre sin
dejar espacios,
en un primer plano vertical que reposa mi
visión.
Ni siquiera su fondo se distingue del color
entre morado
y púrpura
que fue siempre el color del insomnio,
el teatro
de los desentierros y las autopsias de la memoria;
se lo
diría de un terciopelo mate en el que se inscriben
dos triángulos entrecruzados como en tanto pentáculo de hechicería.
En
el rombo que define la oposición de sus líneas anaranjadas
hay un ojo que me mira sin mirarme,
nunca he tenido que devolverle la mirada
aunque su pupila esté clavada en mí;
un ojo como el Udyat de los egipcios,
el iris intensamente
verde y la pupila blanca como yeso,
sin pestañas ni párpados, perfectamente plano, trazado sobre la tela viva
por un
pincel que no pretende la imitación de un ojo.
Puedo distraerme, mirar hacia la ventana
o buscar el vaso de agua en la penumbra;
puedo alejar a mi mándala con una simple
flexión de la voluntad,
o convocar una imagen elegida por mí
contra la voluntad de la noche;
me bastará la primera señal del contraataque,
el deslizamiento de lo elegido hacia lo impuesto
para que mi mándala vuelva a tenderse entre el asedio de la noche
y mi recinto invulnerable.
Nos
quedaremos así, seremos eso,
y el sueño llegará desde su puerta invisible,
borrándonos en ese instante que nadie ha podido nunca conocer.
Es entonces cuando empezará la verdadera sumersión,
la que acato porque la sé de veras mía
y no el turbio
producto de la fatiga diurna y del eyo.
Mi mándala separa la servidumbre de la revelación,
la duermevela revanchista
de los mensajes raigales.
La noche onírica es mi verdadera noche; como en el insomnio,
nada puedo hacer para impedir ese flujo que invade y somete,
pero los sueños sueños
son, sin que la conciencia pueda escogerlos,
mientras que la parafernalia del insomnio juega turbiamente
con las culpabilidades de la vigilia,
las propone en una
interminable ceremonia masoquista.
Mi mándala separa las torpezas del insomnio
del puro territorio que tiende sus puentes de contacto;
y si lo llamo mándala es por eso,
porque toda entrega a un mándala
abre paso a una totalidad sin mediaciones,
nos entrega a nosotros mismos,
nos devuelve
a lo que no alcanzamos a ser antes o después.
Sé que los sueños pueden traerme el horror como la delicia,
llevarme
al descubrimiento o extraviarme en un laberinto sin término;
pero también sé que soy lo que sueño y que sueño lo que
soy.
Despierto, sólo me conozco a medias,
y el insomnio juega turbiamente con ese conocimiento envuelto en ilusiones;
mi mándala me ayuda a caer en mí mismo,
a colgar la conciencia allí donde colgué mi ropa al acostarme.
Si hablo de eso es porque al despertar arrastro conmigo
jirones de sueños pidiendo escritura,
y porque desde siempre he sabido que esa escritura
-poemas, cuentos, novelas-
era la sola fijación que me ha sido dada para no disolverme
en ése que bebe su café matinal y sale a la
calle
para empezar un nuevo día.
Nada tengo en contra de mi
vida diurna,
pero no es por ella que escribo.
Desde muy
temprano pasé de la escritura a la vida,
del sueño a la vigilia.
La vida aprovisiona los sueños
pero los sueños devuelven
la
moneda profunda de la vida.
En todo caso así es como siempre
busqué o acepté
hacer frente a mi trabajo diurno de escritura,
de fijación que es también reconstitución.
Así ha ido
naciendo todo esto.
Sí, y más atrás, siempre, lo que nadie habrá dicho mejor
que Ricardo E. Molinari en Analecta:
Mi cuerpo ha amado el viento
y unos días hermosos de Sudamérica.
Dónde andarán con sus pies mordidos,
con mi cara sola. (Los días mueren en el cielo,
como los peces sedientos, igual que la piel gris
sobre los seres, sobre la boca que se destruyó amando). Dónde andará mi cara, aquella otra, que alguien tuvoentre sus manos mirándola como a un río asustado. Mi cuerpo ha querido su sangre y mi alma ha visitadoalgunos muertos,igual que a una fuente, donde a veces llega la tarde