El tráfico era denso al salir del puente,
y tomé el camino de la derecha, el equivocado,
y quedé atrapado dentro del coche durante horas.
La mayoría de las noches, tarde, salía precipidamente
sin prestar atención a los árboles,
cuyos nombres desconocía,
o los pájaros, que echaban a volar sin hacer caso.
No podía renunciar a mis deseos
o aceptarlos, y así deambulaba
como un tigre que quería revelarse
pero aún temía la ferocidad que escondía dentro de sí.
Las barras de hierro parecían invisibles para otros,
pero yo llevaba una jaula dentro de mí.
Me preocupaba mucho lo que pensara la gente
y hacía comentarios que no debería haber hecho.
Guardé silencio cuando debería haber hablado.
Perdonadme, filósofos,
leí a los estoicos pero jamás los entendí.
Sentía que vivía una vida equivocada,
espiritualmente hablando,
mientras en el extremo opuesto del mundo
miles de personas eran asesinadas,
algunas de ellas por mis compatriotas.
De modo que seguí andando —distraído, perdido en mis pensamientos—
y olvidé atender a quienes sufrían
lejos, cerca.
Perdóname, fe, por no haberte tenido nunca.
No creí en Dios,
que me rehuyó.
Trad. de Jonio González.
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