Ambos estábamos cansados, pero no queríamos dormir. No queríamos perder el veneno de la jornada. El sueño se nos antojaba como una fuga en la hora de la prueba, y nos daba vergüenza acostarnos. Nos sentamos, pues a la orilla del mar. Zorba colocó la jaula entre las rodillas y permaneció en silencio. Una inquietante constelación asomó detrás de la montaña, monstruo de múltiples ojos y cola en espiral. De vez en cuando una estrella desprendíase y caía.
Zorba contemplaba el cielo, extasiado, con la boca abierta, como si por primera vez lo viera.
-¡¿Quién sabe qué pasa allá arriba! –murmuró.
Al cabo de un instante se decidió a hablar:
-¿Podrías tú decirme, patrón –dijo y su voz resonó solemne, conmovida, en la noche calurosa-, podrías tú decirme qué significado tienen todas estas cosas? ¿Quién las hizo? ¿Por qué las hizo? Y, sobre todo, esto –la voz le tembló de cólera y de temor-: ¿Por qué morimos?
-¡No lo sé, Zorba! –le respondí tímidamente, como si me preguntase lo más sencillo, lo más evidente, y yo no supiera darle razón de ello.
-¡No sabes! –dijo Zorba.
Abrió los ojos manifestando igual sorpresa que aquella noche en que hube de confesarle que no sabía bailar.
Guardó silencio un momento y de improviso estalló:
-¿Para qué sirven entonces todos los libros que lees? ¿Para qué los lees? Y si no dicen eso, ¿Qué dicen?
-Hablan de la perplejidad del hombre que no halla respuesta a lo que preguntas, Zorba.
-¡A mí no me interesa un comino la perplejidad del hombre! –exclamó disgustado, golpeando el suelo con el pie.
El loro, oyendo la voz exasperada de Zorba, se sobresaltó:
-¡Canavaro! ¡Canavaro! –gritó como pidiendo socorro.
-¡Calla, tú! –le dijo Zorba, dando una palmada en la jaula. Luego continuó-: Lo que yo quiero es que me digas de dónde venimos y a dónde vamos. Tantos años consumidos en la lectura de mamotretos te habrán dado el jugo de dos o tres mil kilos de papel impreso. ¿Qué sacaste de ellos en definitiva?
Había tal angustia en su voz, que me sentí turbado.
¡Ah, cómo hubiera deseado darle la respuesta clara que de mí esperaba!
Yo tenia la convicción de que el punto más alto a que puede llegar el hombre no es el del Saber, ni el de la Virtud, ni el de la Bondad, ni el de la Victoria, sino algo mucho más valioso, más heroico y desesperado: el sagrado sentir de lo poético.
-¿No me dices nada? –preguntó Zorba con ansiedad.
Traté que mi compañero comprendiera qué es ese Sentir que agiganta al hombre:
- Nosotros somos unos gusanillos, Zorba, unos gusanillos muy pequeñitos que nos arrastramos por una hojita de un árbol enorme. La hojita es la tierra que habitamos. Otras hojas son las estrellas que tú ves girar durante la noche. Caminamos a lo largo de nuestra hojita y la examinamos ansiosamente. La olemos y nos huele bien o mal. La probamos y nos resulta comestible. Damos golpes en ella, y suena y clama como un ser viviente.
Algunos hombres, los más intrépidos, se acercan a los bordes de la hoja. Desde allí, se asoman, abren los ojos, tienden el oído hacia el caos. Los que allí llegamos sentimos hondo estremecimiento. Intuimos el medroso precipicio abierto ante nosotros, oímos de tarde en tarde el roce de las otras hojas del árbol gigantesco, advertimos que la savia sube desde las raíces profundas y que nuestro corazón se ensancha al compás de ese impulso. Asomados de tal modo al abismo, todo nuestro cuerpo, el alma toda, se nos estremecen de terror. Pues bien, a partir de entonces empieza…
Me interrumpí. Quería decir: a partir de entonces comienza la poesía; pero Zorba no lo hubiera entendido. Callé.
-¿Qué empieza? –Preguntó Zorba con ansioso tono-. ¿Por qué te detienes?
-…empieza el gran peligro, Zorba. Unos sienten vértigos y deliran; los otros sienten miedo, se esfuerzan por hallar alguna explicación que les devuelva el ánimo, y dicen: “Dios”. Otros, en fin, desde el borde de la hoja contemplan el precipicio tranquilos, valientemente, y se dicen: “Me gusta”.
Zorba meditó largo rato. Se afanaba por comprender.
-Yo-dijo al cabo- tengo presente a cada instante a la muerte. La miro de frente y no me asusta. Sin embargo, jamás he dicho: me gusta. ¡No, no me gusta absolutamente nada! No estoy de acuerdo.
Hubo una pausa, pero pronto exclamó de nuevo:
-no, no soy de los que le brindan el cuello a Caronte diciéndole: ¡Desguéllame como a un cordero, señor Caronte, para que pueda irme cuanto antes al Paraíso!
Lo escuchaba perplejo: ¿Quién era el sabio que se esforzaba por enseñar a sus discípulos a cumplir voluntariamente lo que la ley impone? ¿Qué les enseñaba a decir “SI” a la necesidad, a transformar lo inevitable en expresión de libre voluntad? Ahí está, sin duda, la única senda hacia la liberación. Triste senda; pero no hay otra. ¿En caso contrario la rebelión? ¿El arrogante impulso quijotesco que lleva al hombre a luchar contra la ley interior de su alma, para negar todo lo que es, y crear de acuerdo con las leyes de su corazón, que se oponen a las leyes inhumanas de la naturaleza, un mundo nuevo, más puro, más moral, mejor?
Zorba me miró, comprendió que no me quedaba nada por decirle, alzó con cuidado la jaula para no despertar al loro, la colocó cerca de su cabeza y se tendió a lo largo.
-Buenas noches, patrón. Ya es suficiente.
Soplaba fuerte el viento del sur, venido de allá lejos, del África ardorosa. Venía a madurar las legumbres, los frutos, y los pechos de Creta. Lo sentía en la frente, en los labios, en el cuello, y lo mismo que una fruta, el corazón crujía y se hinchaba.
No podía, ni quería dormir. No pensaba en nada. Sólo percibía que en la cálida noche alguna cosa, alguien, maduraba en mí. Veía claramente el prodigioso espectáculo: el del cambio que en mí se producía. Lo que ocurre de ordinario en lo más oculto de las entrañas, veíalo yo manifiestamente a la luz, ante mis ojos. Agazapado a la orilla del mar, contemplaba el milagro. Las estrellas fueron perdiendo brillo, el cielo se aclaró, y sobre el fondo luminoso, como delicado dibujo a pluma, aparecieron las montañas, los árboles, las gaviotas.
Nacía el día.
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