Hace años que me doy cuenta y
no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece
un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone.
Puede que la palabra idiota
sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el
plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra
como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se
ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno
completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a
ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde
amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y
frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y
que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota,
por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un
espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas
empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla.
Me divierto o me conmuevo
enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones
sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o
me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber
tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de
cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o
mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación
y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo
que ocurre todo el tiempo.
Y así estoy deslumbrado y tan
contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo
aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una
maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un
pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita.
Mi mujer también se ha
divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo
de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han
sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también
se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de
que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito
y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad
en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la
puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo
dicen eso -lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad- yo comprendo que soy
idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo
que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho
que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe
plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos
o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan
feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi
mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente
cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me
parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada,
sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me
bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y
puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos
porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse
ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la
sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud
comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo
que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine.
De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme
unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios,
mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforecente que
flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente
modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me
queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me
ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco
diferentes.
Recaigo en la conciencia de
que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada
vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia
y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o
bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero
un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han
dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos
días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide
casi siempre y hasta con las mismas palabras con lo que tan sensata e
inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de
que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un
hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final
me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del
Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que
ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su
hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta
su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la
distancia.
Mi entusiasmo no nace
solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede
ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa
anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor
de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de
tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón,
los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la
ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que
tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una
verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho
que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota,
pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de
araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por
una tela de araña llena de rocío, ¿Qué va a dejar para la noche en que den King
Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una
cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es
inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y
por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor
el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si
me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser
eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste,
sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de
los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y
recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta
"L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me
gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese
cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo,
reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota
y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a
la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos
torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un
idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.
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