La sé bella, de una belleza endrina.
Ni la televisión ni las revistas,
o la publicidad, la han profanado.
Habita bajo el claroscuro de mi mano,
en el límite donde hace eclosión la vida.
Su voz es negra como el hálito del café.
Su piel como el aroma del pan caliente.
De todos modos, ella no me ama.
Se ha despedazado en el espacio
para confundirme
y probar hasta un grado sádico
mi devoción.
A veces, la encuentro en un burdel
ofreciéndome agua pura; otras,
en los ojos, de altísimo silencio,
de una niña en plena calle, en pleno día.
Su seno tiene demasiado fuego
para una sola mezquina mano.
Su oído conoce toda la historia humana
como para sucumbir ante la palabra.
Su boca sabe a lágrima
que emana de un corazón alegre.
Y su útero, su útero ha fundido mi cuerpo
a golpes de humedad y aislamiento.
Me la sé como la risa,
de una forma intempestiva y total.
Diría que no está dentro de mí,
sino al contrario, que ella me envuelve,
discreta y visceralmente,
como lo hace el color o la música.
Resumiría que vivo sobre ella,
adherido a su superficie como un hongo,
sorbiendo su jugo monoteísta,
borracho de nostalgia, muerto de vida.
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