viernes, 2 de mayo de 2014

Cuatro poemas de Pedro Salinas!

Los cielos son iguales
Azules, grises, negros, 
se repiten encima 
del naranjo o la piedra: 
nos acerca mirarlos. 
Las estrellas suprimen, 
de lejanas que son, 
las distancias del mundo. 
Si queremos juntarnos, 
nunca mires delante: 
todo lleno de abismos, 
de fechas y de leguas. 
Déjate bien flotar 
sobre el mar o la hierba, 
inmóvil, cara al cielo. 
Te sentirás hundir 
despacio, hacia lo alto, 
en la vida del aire. 
Y nos encontraremos 
sobre las diferencias 
invencibles, arenas, 
rocas, años, ya solos, 
nadadores celestes, 
náufragos de los cielos.

Lo que eres 
me distrae de lo que dices.
Lanzas palabras veloces, 
empavesadas de risas, 
invitándome 
a ir adonde ellas me lleven. 
No te atiendo, no las sigo: 
estoy mirando 
los labios donde nacieron.
Miras de pronto a lo lejos. 
Clavas la mirada allí, 
no sé en qué, y se te dispara 
a buscarlo ya tu alma 
afilada, de saeta. 
Yo no miro adonde miras: 
yo te estoy viendo mirar.
Y cuando deseas algo 
no pienso en lo que tú quieres, 
ni lo envidio: es lo de menos. 
Lo quieres hoy, lo deseas; 
mañana lo olvidarás 
por una querencia nueva. 
No. Te espero más allá 
de los fines y los términos.
En lo que no ha de pasar 
me quedo, en el puro acto 
de tu deseo, queriéndote. 
Y no quiero ya otra cosa 
más que verte a ti querer.

No, no te quieren, no.
Tú sí que estás queriendo.
El amor que te sobra
se lo reparten seres
y cosas que tú miras,
que tú tocas, que nunca
tuvieron amor antes.
Cuando dices: «Me quieren
los tigres o las sombras»
es que estuviste en selvas
o en noches, paseando
tu gran ansia de amar:
No sirves para amada;
tú siempre ganarás,
queriendo, al que te quiera.
Amante, amada no.
Y lo que yo te dé,
rendido, aquí, adorándote,
tú misma te lo das:
es tu amor implacable,
sin pareja posible,
que regresa a sí mismo
a través de este cuerpo
mío, transido ya
del recuerdo sin fin,
sin olvido, por siempre,
de que sirvió una vez
para que tú pasaras
por él -aún siento el fuego-
ciega, hacia tu destino.
De que un día 
entre todos
llegaste a tu amor 
por mi amor.

De prisa, la alegría,
atropellada, loca.
Bacante disparada
del arco más casual
contra el cielo y el suelo.
La física, asustada,
tiene miedo; los trenes
se quedan más atrás
aún que los aviones
y que la luz. Es ella,
velocísima, ciega,
de mirar, sin ver nada,
y querer lo que ve.
Y no quererlo ya.
Porque se desprendió
del quiero, del deseo,
y ebria toda en su esencia,
no pide nada, no
va a nada, no obedece
a bocinas, a gritos
a amenazas. Aplasta
bajo sus pies ligeros
la paciencia y el mundo.
Y lo llena de ruinas
-órdenes, tiempo, penas-
en una abolición
triunfal, total, de todo
lo que no es ella, pura
alegría, alegría
altísima, empinada
encima de sí misma.
Tan alta de esforzarse,
que ya se está cayendo,
doblada como un héroe,
sobre su hazaña inútil.
Que ya se está muriendo
consumida, deshecha
en el aire, perfecta
combustión de su ser.
Y no dejará humo,
ni cadáver, ni pena
-memoria de haber sido-.
Y nadie la sabrá,
nadie, porque ella sola
supo de sí. Y ha muerto.

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